Leticia Zubillaga: la exaltación de los sentidos


Sofía Gamboa Duarte

 

 
 

 

 

Naturaleza y sensación

La naturaleza ha seducido desde la antigüedad la mirada de cientos de artistas, en sublimes visiones que impregnan los espíritus con gozos y delicias, e incluso con aromas y sensaciones, por encima y debajo de la piel. La naturaleza es el sustento del cual se nutre la obra de Leticia Zubillaga. El campo abierto y sus habitantes fascinan los sentidos de la artista mexicana y colman sus creaciones; la sobria vegetación del semidesierto y de la sierra madre constituye el origen y la invariable vuelta en muchas de sus más representativas composiciones.

Los horizontes estéticos de Zubillaga se nutren básicamente de los campos donde no corren las aguas, de su sobria y hechicera vegetación. Los paseos de Leticia por carreteras y rancherías levantan el polvo y agitan mallas trenzadas por arañas, en las memorias de sus andanzas la vivencia es tal que es posible respirar los olores de los árboles, tocar sus cortezas, sentir la viscosidad de sus resinas y hasta escuchar los murmullos de insectos al devorar sus hojas o hurgar a placer sus entrañas.

La vastedad del mundo exterior se presenta ante el hombre de forma indómita pero a la vez le brinda un servicio, con benevolencia le obsequia los medios para obtener un sustento. La pradera se deja rasgar y recibir semillas dócilmente por el ser humano, única creatura sobre la tierra que puede sembrar y cultivar nueva vida. Esos surcos y esos embriones se multiplican para renacer sobre algodones comprimidos, en los soportes utilizados por Zubillaga, donde sus dedos recrean las esencias de aquellos.

La fascinación de los sentidos experimentada por la distinguida artista se transforma en un festín de sensaciones dispuesto con riqueza de imágenes figurativas y abstractas, con degradaciones del negro y brillantes colores. Un amplio concierto de formas, texturas, luces y estilos conforma el lenguaje de una mujer que consagra su energía vital a su profesión con perfeccionamiento y pulcritud pero también con la libertad ilimitada del juego.

La fastuosidad se vuelve exquisita, de trazos tan finos y minuciosos como vistos a través de una lente de aumento; de la misma manera en que trabaja Zubillaga sobre una mesa para lograr los detalles exactos de su escrupulosa obra. La selectiva visión se enfoca en minúsculos elementos de esa naturaleza inmensa pero compuesta por fragmentos que la artista recrea como rasguños y redes en el viento.

Entre los elementos integrantes del paisaje que conmueve y abstrae a Zubillaga, quienes se convierten en protagonistas habitan el reino vegetal. Plantas con flores y grandes extensiones de hierba o pequeños brotes componen el preámbulo para sus personajes principales, los ancianos del reino; enigmáticos seres poseedores de mágicos dones que otorgan salud, fuerza y materiales para uso diario: los arboles, gurús que llevan la obra de Leticia a dimensiones infinitas.

La vastedad de un paisaje abierto e inconmensurable se fragmenta y se reduce a unos cuantos centímetros, a trozos de ramas o de cortezas, a gran cantidad de troncos rotos mezclados con raíces desnudas salidas de un suelo desgarrado. En la obra de Zubillaga los mínimos detalles se vuelven universos que forman todo en una sola pieza. Las cáscaras, cepas, frutos y bulbos de los distinguidos colosos, son la esencia más íntima de sus composiciones; las formas donde encontrará su lenguaje y el estilo característico de sus composiciones.

Los arboles, abstracción y sofisticación

Capullos originarios de vida, suaves y tibios nidos levantados con el paso de los años. Fuentes de incubación que a su vez suscitan nuevas formas de existencia mediante sustento y cobijo. Los arboles para Leticia Zubillaga constituyen el origen de la creación, génesis de la vida y principio erótico de los seres animados. Los parajes poblados por robustos gigantes con largas ramas entrelazadas y multiplicadas muy por encima del hombre más alto, producen filtros naturales de luz. El frondoso ramaje de grueso espesor, celoso guardián de la visión hacia las alturas, regula la dirección de los rayos solares conforme transcurren los pasos del sol sobre ellos. Los arboles se mecen mientras arrullan la luz, juegan con sus rayos y los lanzan estrepitosamente sobre cualquier criatura, la deslumbran y la ciegan por instantes en un alboroto de tumultuosas risotadas. Las ramas se entretienen a su vez con los níveos destellos que iluminan de lleno la luna, La luz es su juguete pero también su alimento; néctar sagrado. Los arboles llenan cada día con brisas, colores y sombras, pueden pintar el horizonte, el suelo y sus propios troncos; dan carácter y personalidad al espacio entre ellos y lo visten con diferentes ropajes confeccionados con las luces que logran sujetar.

Ramas alargadas, retorcidas y reduplicadas se extienden hasta el piso; se unen a las raíces en caprichosos deslices de retoces infantiles que transforman el suelo y los espacios. Las raíces empuñan la tierra, la sacan, la estrujan y la arrojan. Los troncos inflaman las matrices de sus extremidades y estas desgajan la tierra que las cubre, ya no la necesitan para sostenerse; son nuevos seres capaces de crear sus propias formas y erigir nuevos paisajes.

El árbol como metáfora, como signo de vida y síntesis de un universo en la obra de Leticia Zubillaga aparece desnudo, poderoso monarca a la vez dulce y temido. Infinidad de diminutas formas horadadas, recovecos en la superficie, contorsiones de troncos y ramas sin follaje, sin color, aparecen sólo en el blanco y el negro producidos por las sombras y las luces rebotando en las protuberancias de la corteza, en los tatuajes y bulbos de las carnes en los arboles; son las pieles de los arboles producidas por quemaduras con ácido sobre una placa.

Cortezas al amanecer, en el ocaso o en la penumbra son bañadas con perfumes o con matices, por el sol o por la luna pero conservan siempre el negro y el blanco. Los secretos de los viejos colosos permanecen ocultos a la luz y sus cavernas perduran integras sin mirada alguna. Sólo formas delimitadas y rugosidades exaltadas son percibidas y casi reproducidas en la sensibilidad de nuestros dedos a través de las visiones de Zubillaga.

Más tarde la textura creada por aquellas líneas y formas se vuelve protagonista; las ramas y los surcos se dividen para crear nuevas imágenes más estilizadas. Los nudos y abultamientos en pequeños fragmentos de troncos conforman un nuevo cosmos que abren el mundo creativo de Zubillaga y llevan su obra de forma irremediable y natural hacia la abstracción.

Extrañas formas repetidas en cientos de líneas, de rasgaduras o llagas crean imágenes abstractas que podrían originarse de cualquier extracto del universo. Microcosmos orgánicos radiantes de movimiento con marcados contrastes de tinieblas o grados de color. Gotas de metales fundidos en perpetua ebullición o trozos de lluvia sobre aguas turbias, imágenes fascinantes contenidas en una sola superficie con infinidad de planos.

Matices apenas perceptibles o mimetizados en hierba seca, entre musgos o en hongos sobre las rocas son los templados colores de las obras de Leticia. Las texturas matizadas muestran un tono sobre otro en armonioso contraste, cargados de poderosa fuerza orgánica.

Sensualidad y erotismo

La vista descubre formas y movimientos en los que estalla la sensualidad. Una sensualidad rítmica y voluptuosa, en esencia femenina, como principio conductor hacia el erotismo.

En la voluptuosidad de las formas nace la sensualidad de los roces, la vista incita el tacto y el contacto de los enamorados. Las sensaciones se agolpan con emociones y crece la pasión, se desbordan los cuerpos en estremecimiento y hasta los seres más rígidos se vuelcan en un abrazo.

Lo femenino como principio de seducción, de atracción y de placer es el umbral donde Zubillaga establece la vía hacia el erotismo. La mítica manzana proveniente de un árbol, asumida por la tradición cristiana como el fruto de la tentación y símbolo de lo prohibido, extendido más tarde y con enorme difusión hacia la sexualidad, interpretada popularmente como ocasión de frenesí, exaltación y perdición moral, social y espiritual. Leticia la representa entonces con total descaro y pone en evidencia la incitación a la lujuria a través de este fruto.

El recorrido visual por la obra de Leticia Zubillaga produce una deliciosa exaltación en todos los sentidos a partir de impetuosas visiones.